Salvador Allende y Fidel Castro pretendían lo
mismo por vías opuestas. Allende era el apóstol de la vía pacífica al
socialismo y Fidel el de la lucha armada. Eran agua y aceite. Allende, que
quería la paz invita a Chile a un guerrillero y pistolero cubano que espoleó y
agitó las masas cada vez que pudo, desautorizando con directas e indirectas la
vía electoral, hasta el punto que el ingenuo anfitrión suplicaba porque se
subiera pronto al avión de regreso a La Habana. Entonces algunos socialistas criollos
empezaron a creer firmemente que el constitucional presidente de Chile,
sustentado por la Unidad Popular, era tibio, timorato, candoroso. Se envalentonaron,
aunque después al primer cañonazo golpista huyeron como perseguidos por un
león. El método cubano era la única luz. Tal vez debieron invitar a un Ghandi. Con
la visita de Fidel en Chile los revolucionarios jugaron un mes a ser verdaderos
revolucionarios, con esa arrogancia vacía del que anhela cambiar el mundo con
una metralleta en la mano sin medir bien las eventuales consecuencias. El vanidoso
Fidel en el fondo estaba asustado porque si la vía pacífica al socialismo daba
buenos resultados la vía armada quedaría obsoleta y el presumido Comandante y
su barba pasarían a la historia. Castro no soporta que otro líder izquierdista
sea el foco de atención. El mundo entero miraba con solicitud el singular e
interesante proceso chileno. El fundamentalista Fidel creía que el único camino
al edén era el de la Sierra Maestra. Todo lo demás era una cándida blasfemia. Una
vez que los procedimientos de Allende fueron derrotados por un golpe de Estado contrarrevolucionario
e imperialista el Comandante y la CIA pudieron dormir más tranquilos. El profeta
chileno que le hacía competencia estaba muerto, con La Moneda en llamas. Ahora el
único padre de América latina es el triunfante Comandante de la Revolución
cubana. La violencia revolucionaria es útil para alcanzar el poder y para
mantenerse allí por medio siglo suprimiendo a balazos todo lo que estorbe,
partiendo por la quisquillosa libertad de expresión, un placer de las malditas
sociedades burguesas. Fidel sabía que la propiedad privada empobrece a las
naciones, por eso la prohibió con fe y vehemencia. Allende cada vez que
disparaba su metralleta con entusiasmo se convencía más de la vía pacífica y tierna
en la instauración del socialismo marxista. La pólvora es amor, por eso le
regaló una pistola a su sobrino revolucionario Andrés Pascal Allende. Un día el
presidente Allende expresó desde el fondo de su corazón y desvinculándose de
cualquier asomo de ambigüedad: “utilizando primero la ley, después utilizaremos
la violencia revolucionaria”. Allende y Fidel eran profetas opuestos.
Del
blog índice LAS SOTANAS DE SATÁN


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